Llegado del seno impreciso y estarcido
de la noche, te reconozco en anómalo
sentimiento entre ramajes y boscajes
del ánimo revuelto ahí donde está la voluntad
sobrevolando campos dormidos, alcobas
de soledades y desórdenes, brumas que aparecen
inmisericordes en los pequeños destellos
que habitan las emociones cuando sonríes.
Cierro los ojos. Pongo música en tu voz.
Sitúo las forzadas notas del piano
hasta límites insospechados. Robert
Schumann, tocata en do mayor, (op, 7).
La mañana es fría y desangelada.
El día se entrelaza y crece entre alborotadas
aguas, humedades amarillas, vahos ilusorios
y penumbras, a través de un impreciso
paisaje de brumas. A veces así, al moverme
entre neblinas y despertares, me entra
un repentino sobresalto, asoma una cierta
incertidumbre, algo imperceptible que flojea
en el interior hundiéndome muy lejos en tiempo
cumplido o en examen de identidad prorrogada.
De súbito el día, acallándolo todo, se expande feliz.
Al progresar la jornada solar y disiparse la niebla,
desecho angustias, destierro lágrimas.
Saber de ti, notar el cabello fuerte y oscuro,
ver cómo en tus ojos melifluos se refugia la luz
formando un amplio abanico en afán de reposo.
Se expande la música...
Sólo me falta recorrer sinuosamente tu cuerpo
-nací para ti, amor- con todo mi afán enfebrecido,
para sentirte, en incongruente convicción amorosa
o en esbozos de pintor entregado, sublime,
bella, tangible, completa...
Mientras en otras espacios más llenos de misterio
en infecunda resignación o transacción del sueño
intento la convergencia de ambas energías
-la tuya y la mía- abdicando del dolor en único
pensamiento, concluye la órfica jornada como
si nada, asediando el poema en secreta estancia
–tumulto de emociones- con lúcida, penetrante,
abyecta soledad…
Teo Revilla Bravo.
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