miércoles, 27 de marzo de 2013

UNA MÁS...VIII





Me gustan los domingos por la mañana en esta ciudad. Los suelo disfrutar con intensidad y, eso, que no hago nada extraordinario. Sencillamente, sentarme en la terraza de mi cafetería favorita y tomar un desayuno tradicional, es para mí, todo un placer.
La luz, clara, distinta…
Tañe las campanas, Jesús ha entrado en Jerusalén…
Es domingo de Ramos. Desde esta silla estratégicamente buscada, contemplo toda una muestra de tradición. Niños con sus palmas, familias concentradas, risas, sonrisas, explosión. Pasteles, monas y devoción, todo eso acompañado de un molesto viento que parece no interesar a nadie y, menos a mí… ¡Menos mal!
He terminado mi desayuno y me he centrado en la lectura del libro que llevo entre manos. Lo cierto, que ha durado poco el momento, aún sin interésame mucho ese aire que no sopla frío pero si destempla, estar aquí plantada luchando con las páginas, solo me provoca la sensación de salir volando como una cometa, o en su defecto, salir corriendo como alma que lleva el diablo detrás de mi pañuelo que en estos momentos ondea como una bandera marcando lugar y rumbo.  Así qué, ni corta ni perezosa he decidido cambiar de escenario.
Pago mi cuenta, charlo unos minutos con Robert y con Brayan que luchan para que el toldo se mueva lo menos posible. Los dejo enfrascados en sus quehaceres con la promesa del regreso.
Subo por Trapería arropada por un violín, suena con una ternura enorme las primeras notas de “Serenade”,  no es la primera vez que escucho a éste músico tocar. Lo busco con la mirada y lo encuentro en su lugar habitual, cerca del Casino. Le calculo unos cincuenta años, quizá tiene más o quizá menos, no consigo definirlo entre tantas capas de calle, de cajeros automáticos, de bancos en cualquier parque. Es alto, pelo largo, ojos vivaces y, unas manos que nada tienen que ver con el resto de su anatomía. Largas, limpias, cuidadas. Palpita con la música, es en sí, pura música  y, aunque él no lo sepa, por lo menos una persona de las miles que pasan a su lado: lo escucha, lo disfruta, lo siente, con la misma intensidad que brotan de sus dedos las  octavas.
Sonrío.
El viento se ha quedado en Santo Domingo. Ahora, todo es calma…
Mis pies me llevan a la Catedral, no sé muy bien porqué han decidido por mi…pero les hago caso. Entro por la puerta principal y recibo la frescura de su interior. Se está oficiando la Solemne misa. Hace mucho tiempo que no me quedo a escuchar las palabras de un sacerdote. Seguramente porque ya las conozco y no tiene nada nuevo que contarme. Sin embargo, los muros de las iglesias y las Catedrales me reconfortan. Giro a la derecha y avanzo rodeando el órgano. Francamente está llena de feligreses, así que, decido pararme y atender lo que el sacerdote está diciendo. Lo he hecho justo en la capilla de San José, a la derecha del altar mayor. Sigo regodeándome de la mística que lo envuelve todo. Las tallas, las vidrieras, las rosas. Observo, devoro, trago, asumo…me encanta.
Frente a mi revolotean  los años de historia y dejo que sus sonidos me hablen. Incienso, perfume, lirios, oscuridad, azul, verde, muerte, vida, más vida…dolor, alegría, yo.
Los ojos se han parado en la capilla de los Vélez, es francamente hermosa, me la sé de memoria. Fría, desoladora, se respira la piedra muerta tan inacabada como la misma muerte en sí. De estilo gótico, florido, de la segunda mitad del sigo XV con bóveda de nervadura estrellada. Recargada, absoluta, firme, pero al contemplarla siento que le falta algo, que las manos de la persona que la diseñó se quedaron a medias entre el final y el principio de todo. La mirada no encuentra un punto de apoyo, se desvía de un racimo a otro, de una talla a otra, de una lágrima a una túnica inconsútil. Es demasiado recargada y demasiado austera, es el blanco y el negro…los puros extremos.
Cada vez que vengo a la Catedral tengo que admirarla para luego, al darle la espalda, llevarme en mis bolsillos cien mil supuesto y ninguna explicación.
Es bellísima.
Me saca de mis ensueños una algarabía y me doy cuenta que el sacerdote ha dado la orden de darnos la paz.
Las gentes se giran, se besan, se dan la mano. Yo estoy sola, no tengo a nadie al lado para ofrecerle mi paz.
Me siento observada, relajo mis facciones, creo que cuando me concentro en mis cosas mis rasgos hablan por mí. A veces, pienso incluso, que hablo en voz alta
Por el rabillo del ojo, me percato de la chica de pelo corto naranja casi chillón. Me está mirando…
Le sonrío amablemente, me devuelve la sonrisa. En su mirada un halo de melancolía rompe el momento. Más que melancolía, es tristeza, se puede tocar su soledad. Es bonita, tiene aproximadamente mi edad, viste más o menos como yo. Pantalón vaquero, camiseta y botas. No lleva pañuelo, cosa que en mi es algo usual. Sé que hay personas que no saben vivir su soledad, yo me he acostumbrado a la mía y ahora, a los postres, me llevo con ella estupendamente. Todo lo hago sola, es cuestión de aprender, de darle la vuelta para convertir la soledad en pura libertad.
He estado tentada en acercarme a ella y decirle: es cuestión de tiempo. No luches contra ella, apréciala, asúmela y verás que dentro de poco volverás a ser medianamente feliz.
La veo alejarse camino de la Capilla… ¿casualidad? Dejémoslo ahí.
¡Vale! Lo admito, aunque las palabras del sacerdote no me han llegado del todo, por la única razón de estar en mi mundo,  me ha sentado de maravilla estar aquí.
Antes de que termine la misa, pongo mis pies en polvorosa, con paso tranquilo, intentando que mis tacones no suenen demasiado, enfilo hacía la puerta que da a la plaza de Belluga.
¡Increíble! Sol, luz, vida, vida, vida por todas partes. Es inmenso lo que me rodea. Lo que no soy capaz de ver en un porcentaje alto de mis días. Pero gracias a Dios, hay otros que compensan con creces las rutinas y soy capaz de ver lo extraordinario en lo más ordinario de todo. La propia vida.
Me siento en mi otra terraza favorita. Pido a la camarera un cortado, enciendo un cigarro y vuelvo a observar.
Me encantaría poder escribir todo lo que siento, todo lo que veo, todo lo que me llega, todo lo que me palpita. Creo que lo mejor será comprarme un portátil y así, podré hacerlo tal cual me entra. Claro qué… ¡”na”!, mejor recojo las esencias y lo hago en casa. Son demasiados  los chismes que llevo encima. El bolso cargado de libros, teléfono, tabaquera, cartera, mil doscientos papeles que unos mil ciento noventa y nueve no sirven para nada, dos mecheros, unos auriculares, un frasquito con mi perfume, la pitillera, tres manojos de llaves, una pluma que chorrea cuando la abro, cinco bolígrafos…¡como para encima llevar un portátil! Voy a parecer un porteador del Nepal a este paso.
Estoy dentro de una película sin banda sonora. En realidad opino que así es la vida, una película de la cual estamos tan acostumbrados a vernos, que somos incapaces de mirar de otra manera. De mirarnos de forma diferente.
Empiezo a reconocer caras, a saludar y me digo que he conseguido lo que quería. Solo me faltas tú.
Un cielo azul celeste clarito me cubre y, dos palomas blancas me sujetan…vuelo.
He terminado el cortado, justo cuando voy a pagar, la chica de pelo corto naranja casi chillón, pasa por delante de la terraza. Sus pasos son cortos, pasea, no anda. Su mirada absorbe los espacios, no ve, contempla. Su mundo interior brota por cada poro, no se ve, se siente. Las manos en los bolsillos de la cazadora, las botas aportándole seguridad. La sigo con la mirada hasta que la pierdo cuando dobla la esquina camino de la Glorieta...no sé porqué, me recuerda mucho a mi.



*Rocío Pérez Crespo*







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