sábado, 19 de enero de 2013

NACÍ PARA BESARTE…







- ¿Qué te apetece? ¿Un café? ¿Una coca-cola?…
- Un café cargado. Gracias.
- Sigues teniendo los mismos gustos.
- No, no sigo teniendo los mismos gustos.
David levanta la mano para llamar la atención del camarero, reteniendo entre los dedos la sequedad de las palabras que ha escuchado como contestación.
Los ojos de Belén lo miran con ausencia, como si estuviera contemplando un punto indeterminado. Camina por sus facciones como si fuese un conocido desconocido. Alguien que se sabe bien y que, en estos momentos, le suena a distancias insondables. Un día fue suyo y sintió  una pasión desmesurada. Cada gesto fue idolatrado, cada palabra recogida y consumida. La forma con que arruga la frente es la misma, el brillo de sus ojos cuando ríe o ese rictus severo, el que marca ahora, en este instante,  el bruno de sus pupilas con cierta elevación de la ceja derecha. Señal de estar molesto por algo. Claro que…Ya no importa. Observa una acentuación en las patas de gallo.
Lleva puesta la chaqueta que le regaló en las Navidades de dos mil cinco, siempre le sentó estupenda sobre esos hombros anchos y elevados. El pantalón le sigue haciendo arruga en las ingles, aunque parece que ha adquirido un algo más de peso. La misma estampa que la última vez que lo vio.
Belén sintió la presencia del camarero por encima de su cabeza, pero no pudo dejar de mirar a David. Escuchó su voz, contempló su risa espléndida mientras le pedía al mozo las consumiciones. Sintió asco y rabia ante esa boca llena de dientes blancos. La eterna inseguridad camuflada en una fachada de seguridades, en un pozo de apetencias y caprichos que siempre manejó a placer, sin importar a quién jodia o llevaba directamente a los límites de la locura.
Él y sus circunstancias o, más bien, él y sus santos derechos de hacer y deshacer lo que le da la real gana.
Traga una saliva espesa rememorando años pasados. Abriendo cajones cerrados donde guarda con celo el dolor, la desesperación, la ira. Una factura por cobrar. Enciende un cigarrillo, el humo se mezcla con el mal sabor de boca, un sabor amargo que revuelve el estómago; la nicotina no amortigua, destaca, abre las papilas y absorbe  un tiempo rancio que creyó superado, que le azota la voluntad.
Por unos segundos sus miradas chocan y quedan inertes, en un espacio vacío, forrado de un silencio espeso.

 Su relación empezó como  cualquier relación, sin ser ellos mismos. Todo es euforia, una fiesta envuelta en un tupido velo que oculta la parte real de los seres humanos, o mejor dicho, solo deja al descubierto la bonanza que nos impregna. Se ve el brillo, el lazo, el papel de seda, el espumillón, el confeti,  se alimenta esa ilusión que nace desde las entrañas.
El primer beso le supo a miel, al igual que los dos millones que lo precedieron.
La verdadera identidad se va revelando con los días y, aun sabiendo, que hay partes importantes de ese ser que no gustan, se intenta tapar con una de las miles de frases socorridas para estos casos.
La cita de Belén era: cada uno es como es. Y no le faltaba razón al adquirir esa frase como suya, así es y así será mientras el mundo sea mundo y los humanos tendamos a vivir en pareja. Cada quién es cada cual, con todas sus taras y sus moralidades. Sin embargo, hay imperfecciones que son incompatibles tanto con tus defectos como tus virtudes. Y llegados a este punto, lo mejor es plantearse…

-¿Cómo te va la vida?
Su voz suena lejana, como un reflejo de algo que se va perdiendo en el espacio. Belén, sonríe, lo hace de una forma ausente,  sin alegría.
No hay palabras que puedan expresar la tonelada de preguntas que lleva dentro… ¿Por dónde empezar?
Sigue a sus palabras en una trayectoria carente de empatía, sin forma. Como si de su boca saliera una nube de humo blanco que se mezcla con el oxigeno y se pierde entre una nada tan absoluta que no se ve.
El sigue platicando  de su vida, de un hijo, de una mujer. Habla y habla...
Belén se ve arrastrada a una historia que no le pertenece, su mirada reposa en la cara de David, en su boca, en esa boca sonriente que escupe letras, palabras, oraciones que van amalgamando un pasado desconocido.
Mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
Abre la cartera y enseña la fotografía de un niño rubio en brazos de una mujer morena, se la intuye alta y esbelta, de facciones recogidas y ojos melancólicos. Es guapa. El niño es la viva imagen de David.
Los últimos rayos de sol chocan con la lona azul del toldo alterando el color de la chaqueta. Belén rememora la noche de reyes cuando le regaló esa prenda. El árbol de Navidad puesto en el rincón del salón desprendía con sus luces de colores la fragancia del hogar. Seis meses ahorrando céntimo a céntimo, tan exquisita prenda.  Una cena modesta pero llena de complicidad, el tortel relleno de crema en la mesa de centro, la botella de cava barato fría y esperando ser descorchada. Su risa, la picardía en sus pupilas, los besos. Todo hablaba de continuidad, de unión, de permanencia. Planes de futuro, de familia, que nunca vieron la luz…
¿Cuándo se fue?: viernes 29 de enero de 2005. Veintitrés días después de regalarle la chaqueta. La hoja del calendario reposa entre las páginas de una pequeña  Biblia que su padre le regaló cuando cumplió los veinte años, en el evangelio de San Lucas, capitulo quince, versículo del once al treinta y dos. El hijo prodigo. Siempre fue irónica hasta la saciedad.
La tarde es primaveral aún siendo diciembre, cercana a otra Navidad despojada de rojos y verdes. No comprende que hace allí sentada delante de ese hombre, flagelándose una vez más. Trayendo al presente un pasado que le ha costado olvidar demasiado tiempo. Aunque, empieza a ser consciente que nada se ha olvidado todavía. Solo sabe que no lo quiere, es la única seguridad que sostiene en su razón.
Levanta los ojos de la fotografía que David enseña con orgullo y posa la mirada, pétrea, en el rostro simpático, como salido de un cuento floreado de hadas y elfos, que tiene delante.
No es odio lo que siente correr por las venas, es una represión brutal hacia sus apetencias. Levantarse de esa silla y partirle el alma, hacerle tragar la foto, que por cierto no le interesa en absoluto,  que sintiera un dolor hondo, oscuro, sin salida. La intensidad de un  sonido asnal que recorra su médula hasta dejarlo sin aliento, vacuo de toda esperanza El mismo que sintió ella.
Domina la sensación con una pregunta, una pregunta que se escapa sin darse cuenta. No quiere preguntar, no quiere saber, no quiere…pero, tiene que saberlo
- ¿Cuánto tiempo hace que te casaste?
Se ha puesto nervioso, la sonrisa ha quedado camuflada en un rictus que conoce bien,  ha dudado. Juega con el asa de la taza de café y su mirada se ha desviado. Ya no sostiene la mirada con esa osadía,  deposita sus ojos entre el plato y la mesa metálica.
- Siete años.
El tiempo que hace que cerró la puerta de casa sin decir nada. Siete años, de los cuales, los primeros cinco fueron una angustia y un martirio. Una espera sin espera. Cinco años preguntándose dónde estaría, qué  había pasado, por qué  su teléfono estaba apagado, y el de su familia, muerto como los colores del cielo que los cubre. Años de recorrer hospitales, de visitar algún que otro cementerio en busca de una pista que le aportase un algo de paz.
Belén se lleva la taza a los labios, no bebe, solo huele el café. La tercera pregunta pugna por salir, por ver la luz del sol, pero aparece en su voz muda, desnuda de todo significado.
David carraspea, se limpia la garganta de una verdad que ha caído en medio de los dos como una pared kilométrica, que no deja pasar un rayo de luz. Alta, dura, tremendamente gruesa.
Bebe un sorbo largo de su consumición y se enciende un cigarro. La primera calada le llega directamente al ombligo, pero no disuelve la sensación de incomodidad e intenta recuperar la compostura, el semblante, la cercanía de chico seguro con el que ha llegado. La pregunta sale de los labios de David mezclada con el activo pegajoso de un filtro que huele a rancio.
- ¿Te acuerdas que frase me decías cuando hacíamos el amor?
Belén esboza una sonrisa despojada de sentimientos. Lo recuerda con una claridad meridiana pero no está dispuesta a que esas palabras salgan de su boca.
- No, no las recuerdo.
- Me decías: Nací para besarte.
- Chorradas…
Vuelve a sentirse molesto, sus ojos la miran incesantes con una oscuridad que impregna el tiempo. Todo se para. El vuelo de las palomas, el aire meciendo a los árboles, la ceniza en el cigarrillo.
Belén le sostiene la mirada dándose cuenta que ya no rompe sus esquemas. Puede mirar como le de la gana, a ella no le supone absolutamente ningún malestar, no le crea dudas, ni temores. Se da cuenta, por primera vez en siete años, que el hombre que tiene delante es un payaso sin gracia ni personalidad. No es odio lo que  hace que lo vea así, ni tan siquiera cumplir una venganza jurada ante Dios. No. No es nada de eso, es simplemente mirar lo que tiene delante. David se presenta ante sus ojos sin un atisbo de amor y, con esa garantía, ella está  salvada.
Una imagen se instala en su cabeza, los dos en la cama, en esos juegos donde los cuerpos se enlazan formando un nudo cargado de complicidad, su voz diciendo esas palabras: nací para besarte,  sintiéndolas en lo  profundo de su alma. Sus ojos perdidos en el orgasmo, en su pecho, en su pubis, en la piel caliente, sudada. Pasión, amor, dulzura, caos…plenitud.
Sin embargo, ahora, es un autentico desconocido. No llega a imaginárselo ni en la cercanía de un beso dado en la mejilla. Asume, con un malestar latente, que le hubiera regalado la vida si la hubiese necesitado y por alguna extraña razón, al ser que tiene a su lado, el que comparte su existencia;  ese que la lleva en bandeja de oro, que la hace sentir la reina de su mundo, a ese, no es capaz ni tan siquiera de decirle te quiero. Algo  injusto e imperdonable.
Quiere a Miguel, lo quiere por encima de todo, con rabia, con poder, con ternura, con la fuerza de los siete vientos. Pero el pasado, su dolor, su angustia ante la vulnerabilidad de su existencia le impide decir palabras hermosas. El verbo amar es muy grande para ser pronunciado aun sintiéndolo. Es su escudo, su protección. Es miedo, lo sabe. Como se da cuenta que se ha vestido ordenadamente, se ha maquillado con esmero y casi ha corrido por las calles para ver de nuevo al ser que tiene delante, con el único fin de presentarse  como una mujer sin marcas ni huellas.
Belén espera haberlo conseguido y, que quede solo para ella todas las heridas que David dejo impresas en alguna zona que no atina a encontrar y que laten a día de hoy con aviso y prevención, pagando justos por injustos una decisión, un acto, una huida hacia ninguna parte.
Echa de menos a Miguel, palpa la ansiedad de la ausencia mientras escruta las formas de David, como se esconde detrás de esa fachada de hombre encantador, cuando lo habita un ser sin escrúpulos que solo mira su bienestar sin importarle un ápice lo que va dejando en el camino. Lo conoce. Lo conoce ahora mejor que nunca.
Despeja sus pensamientos y regresa a la voz de David, a esa historia que sin interesarle le va abriendo el baúl de los tres millones de preguntas. Sin abrir la boca, sin hacer que parezca un prosaico interrogatorio, todo se está desvelando.
Casado con quien creía ser la mujer de su vida un mes después de abandonarla, unos cuernos de dos años, un hijo rubio y lleno de vitalidad que es la ilusión de sus días, una hipoteca que lo ahoga hasta dejarlo sin sueños, un cambio de ciudad con la esperanza de retomar lo que nunca tuvo lógica, un mal trabajo después de un año de paro,  en vías de divorcio por…
- David, tengo que irme, es tarde.
Lo ha dicho sin pensar cortando la verborrea de David, le cuesta estar allí, necesita abrazar a Miguel e intentar que de su boca salgan esas palabras que tanto retiene.
Miguel…
El hombre que la salvó de las garras de la desesperanza con una paciencia desmesurada. Que le dio color a sus mañanas pintando en sus paredes los cien tonos de verde y, una calidez soberbia a sus noches. Miguel…
Belén sonríe ante la imagen en su cabeza, los ojos verdes, el pelo rizado y la mancha que tiene en la ingle y, que Miguel cuenta que fue un mal antojo de su madre en el sexto mes de embarazo. Una tarta de fresas que su padre se negó a comprar al filo de las cinco de la madrugada de una noche donde la nieve llegaba al alféizar de la ventana de la casa, en aquel pueblecito de Logroño donde la familia se vio destinada por el trabajo del padre.
Adora besar esa mancha y perderse por su historia. Imaginarlo de cigoto, de niño, de adolescente, en plena juventud. El camino recorrido hasta hacerse el hombre que es hoy, el maravilloso hombre que es hoy.
Lo añora con unas ganas increíbles.
- Me voy.
- Es temprano, ¿no te puedes quedar un ratito?
- Lo siento, David, no puedo.
David se levanta dos segundos después de hacerlo Belén. La mira de arriba abajo, piensa que está preciosa, que los años la han tratado estupendamente bien. Sigue guapa, hermosa, llena de vida y, no ha perdido su especial encanto.
Tiene ganas de besarla, de rodearla con sus brazos y volver a sentir aquel olor a limón y canela. La suave caricia de sus labios y, la risa franca cuando le hacia cosquillas en el cuello.
Nunca se pudo resistir a eso.
Belén extiende su mano a modo de despedida. No hay acercamiento, todo es distante, frío, sin un atisbo de calidez.
La noche se ha tragado con sus enormes fauces a una tarde tibia sin color. Una luna perezosa ha declarado su derecho iluminando con su blancura el bruno del firmamento.
No hay estrellas en la inmensidad de la nada, solo pequeñas luces platas que indican el camino del errante.
La cita, el propósito, la enmienda, han quedado reducidas a una perorata sin fuste ni careo donde una mujer muda ha escuchado la plática absurda de un absurdo hombre.
- Por lo menos, ¿tengo tu perdón?
Belén lo mira, en sus ojos solo hay ambigüedad. Nada que se pueda interpretar con claridad.
Retira su mano. La despedida ya ha durado demasiado tiempo.
Sin decir ni media palabra se da la vuelta y emprende su marcha dejando a David, de pie, entre la mesa y la silla cubierto de una espesa soledad.
La ve alejarse, sus pasos firmes resuenan en la acera. Los hombros erguidos, la melena suelta, la capa de fieltro granate bailando al compás de sus de pasos. Solo ve su espalda, la silueta perdiéndose entre un mar de gentes que van y vienen, que se cruzan, que sortean, que adelantan, que se atrasan.
Siente un vacío inmenso cuando pone rumbo a casa, a esa casa desprovista de entendimiento, de ternura, de amor…



Rocío Pérez Crespo
Derechos reservados

Lienzo de Andre Khon




No hay comentarios:

Publicar un comentario