Se secaron los ojos de Violeta de
tanto contemplar vidas ajenas.
Desprovista de toda magia, se
acuna en su cuerpo la perpetua espera.
Como la pluma que se balancea en
su caída o el diente de león que se desgrana en un soplido, cede sus momentos eternos a la remembranza de un día regalada
entre abril y mayo.
Vestía camisa blanca y unos
pantalones ajados, zapatos remendados y
un cuaderno amarillo asido en sus manos. Sus ojos verdes, profundos y sagaces, le hablaron
de música, de escalas, de amor y otros encantos. De unos viajes infinitos que
solo hacen los enamorados donde las almas se desnudan dejando fuera los
recatos.
Crecían las rosas y moría la
esvertia en el patio, entre cantos de jilgueros y jaulas vacías de
sentimientos.
Temblaron sus carnes cuando en su
boca se posó un delicado beso que olía a miel y a enebro. Por los cantos de su
piel, sobre el pelo de su pecho, vio
brotar la esencia de lo hechicero.
Las mejillas se volvieron granas
y en la mirada de ambos, resto el tiempo.
Sobre el lecho desnudó su cuerpo.
Aquél poeta vagabundo esculpió sobre su
espalda los más bellos versos. La hizo sentir valle, montaña, río y marea,
floreció en sus entrañas una nueva hembra. Más mujer, más auténtica…
Saboreó lo prohibido, se entregó
sin ofrendas…como una yegua salvaje hizo bailar las crines de su melena; entre
sus mulos encontró la caricia, penetrante, fuerte, rabiosamente sincera. La
humedad que la cubría, los latidos agotados…una respiración unida a la suya, una
piel que he servia de manto.
Una tarde regalada entre abril y
mayo…
Calmó el cielo su furia, las
lluvias cesaron. Callaron los estruendos, se silenció el pecado.
Y Violeta se quedó dormida entre
sus brazos…
*Rocío Pérez Crespo*
*Derechos reservados*
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