No me siento culpable cuando me
abrazo a tu espalda, ni cuando acaricio tu cabello, ni cuando beso tu pecho.
Te siento mío, un trozo enorme de
mi cielo…
Desnudo tu cuerpo y siento en mis
dedos el camino conocido, el que lleva directo a casa; ese lunar marcado, ese
hoyuelo escondido, los pliegues de los años en tu ombligo. El olor que impregna
mi piel es íntimo, reconocido, paladeado, serenamente almacenado en un rincón
de mi equilibrio.
No me considero infractora cuando
mis piernas rodean tus caderas, ni acaso un poco pecadora cuando en las noches
el deseo te llama en un gemido recurrente que late en las oquedades de mi
vientre.
Deseándote porque te deseo y te
deseo porque no paro de desearte. Gimo, sí, por el simple hecho de tenerte. De
volver a saborear tu pubis en los aledaños de los secretos y, encontrar sin
culpa nuestra piel en perfecta humedad saciándose de frente. Mirándote a los
ojos y encontrando en ellos la misma pasión que tus palabras guardan. Lascivas estancias,
donde nace inmaculada la radiante bendición de poder fusionarme a tu raíz como
la hiedra salvaje en un mes de abril.
No, amor mío, nunca me sentiré
una convicta por almacenar en mi alma tu
luz, ni pediré perdón por quererte, ni arderé en llamas por desearte, no.
Cada cual tiene su religión y tú,
eres la mía…
*Rocío Pérez Crespo*
*Derechos reservados*
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