El día que te notas un bulto en
el pecho por primera vez, una sacudida de adrenalina te atraviesa de arriba
abajo. Es curiosa la reacción de tu cerebro, de estar tranquila en la ducha a
notar como un sudor helado te cubre por entero.
Los primeros pensamientos suelen
ser de intentar calmarte a ti misma dantote todo tipo de explicaciones y,
evitando pensar que eres una mujer más, como el resto. Que tú cuerpo es el mismo
y, la enfermedad no hace selecciones.
Así que más pronto que tarde no
queda otra que ir al médico.
Llegas, con la esperanza que
cuando te haga la palpación, te diga: No es nada, es una glándula mamaria
inflamada, no tengas aprensión. Sin embargo, la cosa se complica cuando después
de esa palpación profesional se confirma el bulto. Ahora falta el diagnostico,
saber si es de importancia o de revisión.
Ahí está, en tu mama izquierda en
el cuarto superior izquierdo. Latente. No es grande, pero existe y eso es lo
que cuenta.
Sentada en la sala de espera,
aguardando mi turno para la ecografía, una chica de mi misma edad me ha dado
conversación. Creo que me ha notado un algo nerviosa o la nerviosa era ella, no
lo sé. En realidad para no mentir, yo no lo estaba. Por algún motivo que
desconozco me sentía en paz.
Hemos hablado de que hay que ser
valientes, que por nuestra situación pasan todos los días miles de mujeres. Que
son cosas normales, que a los cuarenta y seis quien no tiene un pito tiene una
gaita. Las cosas ordinarias que se suelen decir para autoconvencernos de que
todo va bien.
Se ha abierto una puerta.
Una enfermera ha gritado su
nombre y, seguidamente el mío. Nos hemos despedido con una sonrisa.
Cada una en una sala, cada una
con su radiólogo y su ecógrafo. Cada una con sus miedos, que en definitiva, son
los mismos.
En esos momentos, tumbada boca
arriba con los brazos por detrás de la cabeza, expuesta, en ese cuarto a media
luz, tenía la sensación de estar ante un
tribunal. He calculado los movimientos del ecógrafo, donde se para, donde
presiona, donde se mueve. Donde vuelve de nuevo y se queda, escuchando un pitido,
y otro y otro…están midiendo el bulto, me digo a mi misma.
Estoy lista para sentencia.
Parece una eternidad…está
tardando una eternidad.
La mano del médico se queda
quieta, me acerca unas toallas para limpiarme el pecho y, su voz aflora: Es un
bulto sin importancia, pero te lo tenemos que revisar cada año para mejor
prevención. Hay que ir mirando si crece o no. No tengas aprensión, de está no
te mueres (me dice a modo de broma)…ya puedes vestirte y marchar a casa con
tranquilidad. Si quieres hacerte otra mamografía, para el año que viene te
hacemos de nuevo toda la revisión completa. Pero no te va a hacer falta. Con
controlar mediante eco, es suficiente.
Una euforia sacude mi columna
vertebral. Alegría, así sin más. Se me han caído mil toneladas de la espalda.
Le he dado las gracias como si me
hubiera hecho un favor.
Cuando he regresado de nuevo a la
sala de espera, me he topado de frente con el marido de la chica que me había
dado conversación. Mis ánimos de pronto se han esfumado, algo he visto en sus
facciones.
Le he preguntado si su mujer
había salido ya. Me ha dicho que sí, pero que se la habían llevado a la otra
sala, parece ser que el bulto es maligno.
Le iban a hacer análisis con contadores de células y, los médicos iban muy deprisa.
Todo apuntaba a un cáncer.
Me he sentido culpable de mi alegría,
mucho. Veinte minutos antes, las dos estábamos con las mismas probabilidades y,
ahora…
Ya no la he visto.
Del hospital a casa no he dejado
de pensar en ella. No he dejado de pensar en el miedo primario, en el
desconcierto. Porque aunque luego cada una enfrente la enfermedad como
buenamente pueda, el diagnostico inicial tiene que ser terrible. Angustioso. He
pensado en la luchas de tantas y tantas mujeres, en la prevención, que espero
valga de algo…en como en unos minutos cambia tu vida por completo.
La vida es así, me digo en plan
consuelo…sin embargo a estas horas todavía me siento un algo extraña.
*Rocío Pérez Crespo*
10-4-2012
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