Las calles se abren en silente
procesión, unas cuantas farolas diseminadas a ambos lados adornan con ese toque
amarillento, mortecino, que trae consigo la madrugada. Sombras, claroscuros,
ennegrecimiento, ruidos de persianas, coches que dejan estelas de distancias,
personas sin nombre, luces que se apagan. Una luna aburrida y un cielo que no
dice ni mucho ni poco -depende de cómo se mire- me acompañan con pasos cortos.
A estas horas mi mirada se ha
tornado indiferente...
Tengo la extraña sensación de
llevar grebas en las piernas y una losa en lo sesos. Pesan. Me cuesta caminar,
me cuesta pensar.
Me digo que no puedo tratarme de
esta manera, ni puedo consentir que nadie lo haga. Es el único pensamiento que
rebota una y otra vez. Los demás están en algún rincón haciendo una presión
extraordinaria. Pugnan por salir, por invadirme, por encarcelarme de nuevo en
su bagaje. Esta noche, no. O sí, depende de mi resistencia.
Antes de darme cuenta se escapa
uno, ha burlado las barreras, me hace sentir estúpida ante su frescura y su
victoria. Sé que al resto no podré retenerlos mucho tiempo –es como besar al
hombre que quiero, después del primero no puedo parar - pero intentaré que
salgan uno a uno. Sin embotellamientos, sin empujones, sin discusiones. El
mando lo tengo yo, aunque ellos griten más.
Siento en la boca el regusto del
champán y de las fresas que he tomado en el postre. Los ojos de Miguel aparecen
nítidos en mi frente, su boca, sus manos. El toque que cubre su existencia. Su
voz.
Le pongo nombre al pensamiento:
La invitación.
Dejo que me transporte a ese pasado reciente, dejo
que me hable.
Me veo en la mañana, con la luz
del sol. El ventilador del techo gira y me proporciona un algo de bienestar. La
casa está en silencio, hay vida en la calle, sin embargo huele a quietud.
Estoy escribiendo en el ordenador, tengo mil
ideas para el nuevo relato, pero como algo natural en mí, están todas
amontonadas. Me enciendo un cigarro y pongo los pies encima de la mesa con el
firme propósito de relajarme y ordenar las ideas. Fijo la mirada en el folio
virtual - no le tengo miedo-, en las rosas blancas que tengo a la derecha del
escritorio. El café con leche está caliente, humea. Oteo por el rabillo del ojo
como entran los correos en el ordenador. Los altavoces están apagados.
Suena el teléfono.
Instintivamente, sin mirar el número que llama, contesto.
“Tenias que haber dicho no a la invitación, pero te superó con creces.
Las ganas de verlo no te dejaron actuar con lógica. Sabías a lo que te
enfrentabas. Aunque no sospecharas lo que te iba a proponer, si tenias la
intuición de que no te iba a gustar”
Después de unos quince minutos de
charla y con pocas ganas por parte de los dos, cuelgo el teléfono con una
sonrisa espléndida. Me ha gustado escucharlo, me ha gustado quedar con él para
cenar. Me gusta Miguel.
No he hecho preguntas.
Guardo el pensamiento, está
consumido.
Sigo andando sin fijarme en nada,
si acaso en la acera grisácea y sucia, en los cambios de color del asfalto. En
los tubos de desagüe que bajan de los tejados, apostados en los laterales de
los edificios. Escuchó la voz de una mujer que grita desde cualquier casa; un
portazo, una luz que se enciende, un llanto.
Me siento sola, ridícula,
tremendamente acabada.
Hace calor, miro el reloj. Las
tres de la madrugada y sigue esa calma plomiza, el aire espeso que no te
permite respirar con fluidez. Todo es pesado, hasta el maullido de un gato que
no sé de donde viene se percibe cansado. Agotado.
Doy paso a otro pensamiento, este
es grande, es una evocación que esconde miles de raciocinios; abro la puerta de
la celda donde los tengo castigados. Le digo a la propuesta –así lo
bautizo- que tome acomodo donde más le
plazca y me revele el tiempo que no tiene tiempo.
La comida ha sido rápida, una
ensalada y una manzana.
Es media tarde y he terminado el
relato que empecé poco después de colgar el teléfono. Le faltan algunos toques,
algo de maquillaje, pero tiene buena pinta. La mañana y parte de la tarde ha
pasado deprisa.
Una inquietud se apodera de mí y
la ilusión hace que la sonrisa no decaiga.
Salgo de la ducha.
El aroma del gel de baño
invade mis fosas nasales, huele a
frescura, a limpieza. La piel está suave después de la crema hidratante. Me
siento bien.
Estoy desnuda delante del espejo,
me falta seguridad mas no me veo mal del todo, aunque reconozco que con unos
kilos menos estaría mucho mejor. Me coloco la ropa interior. Elijo del armario
el vestido corto de lino que compré la semana anterior y, unas sandalias de
suela de esparto.
Siento que tengo la necesidad de
verlo y hacerlo ya. Miro el reloj, falta escasamente tres cuartos de hora, me
parece demasiado tiempo.
“Sabes que lo mejor hubiera sido quedarte en casa con cualquier excusa.
Ahora no tendrías la certeza, eso es cierto, pero tampoco el sufrimiento. Eres
adulta, esto pasará…”
Lo sé. Pero hasta que pase…tienes
razón.
El pensamiento proposición se
empieza a desplegar.
Me llama preciosa y me regala dos besos que devuelto con simpatía. Me invita a subir al
coche. Huele a su colonia, a tabaco
recién fumado y a aire fresco. Me siento en una nube.
Una hora después llegamos a
un restaurante en las afueras de la ciudad. El tráfico es denso, los semáforos
nos hacen el honor de lucir su color más
intenso en todo el recorrido.
Una mesa al fondo del
restaurante, su mano sutilmente apoyada en mi cintura, manteles blancos, ventanales con vistas al
mar, una vela que ha encendido el camarero cuando nos hemos sentado y la
música, relajada, suave, escondida.
Tres miradas penetrantes, unas
sonrisas. Siento el silencio que se estrecha entre los dos. No sabemos que
decir, como empezar.
Somos conscientes que nos
gustamos desde hace mucho tiempo. Hay magia y duende entre los dos. Nos
buscamos, nos encontramos, disimulamos, disfrazamos las palabras.
Su voz ha cortado el cerco. Lo
escucho…
No puedo aceptar lo que me
propone. No soy parte de su vida, aunque sí de sus sentimientos.
Intento camuflar con vino la
angustia que me envuelve. Siento la boca seca, un sudor helado en la espalda.
Asumo sus suplicas, pero algo me impide decir que sí.
Lo quiero, pero no puedo.
Intento deshacer el pensamiento,
me duele, me hace daño.
Un coche pasa por mi lado con la
música demasiado alta y me pregunto que quiere demostrar el chico que va al
volante con ese escándalo. Nuestras miradas se cruzan en un instante que rompe
la noche; noto en sus ojos el vacío y la
prepotencia.
La calle ha quedado en silencio y
en sombras de nuevo. Mis pasos retumban y chocan contra las fachadas.
Noto el pensamiento luchar para
volver a coger cuerpo. Le digo que no, que se quede en humo, pero no me hace
caso y regresa envuelto en la voz de Miguel.
Sabes que te quiero, solo te pido
que esperes por mí. Mientras soluciono la situación con mi mujer, nos podemos
ver a escondidas.
Escondidas. Pienso que es una
historia demasiado antigua para caer en ella. Está casado - no sabía que estaba
casado- es padre de dos hijos. Necesita alegría en su vida, saberse todavía en
disposición, sentirse vivo y yo, he sido la elegida.
Me dice que su matrimonio está
hueco desde hace más de tres años. Me cuenta que vivo en su corazón y en su
cabeza todas las horas del día y de la noche. Me quiere regalar una estrella
sin puntas y sin luz.
Termino la copa de vino. No tengo
apetito. Mi plato está sin tocar y Miguel ha reparado en ello.
Implora una contestación.
Trago saliva, la siento densa.
El tono de mi voz es sereno. No
quiero esconderme nunca de nadie ni de nada. No tengo relaciones, pero si tengo
que tener una, la quiero transparente para mí y para todos los míos. No quiero
habitaciones impersonales, ni ojos mirando por encima de los hombros, me niego
a ser plato de segunda o satisfacción de unas horas.
El amor es como engendrar un
hijo. Hay que llevarlo dentro, parirlo, enseñarlo a caminar…educarlo. Saber que
va a sacar de ti todo lo bueno y todo lo malo. Que habrá momentos deliciosos y
momentos de descalabro. No se puede ser uno siendo una multitud. Y tres es
multitud…
Estoy enamorada de él, pero he
dicho no.
Le he pedido que no me acompañe a
casa.
Por fin se marcha el pensamiento,
agónico, dejando una estela de dolor, una mancha de óxido en mis sesos.
Levanto la vista de la acera,
espero que el semáforo se ponga verde para los peatones. De un altavoz sale un
sonido metálico emulando la voz de una mujer, advierte que esperemos –que
espere- mientras los escasos autos pasan
por el paso de cebra.
Miro la estatua de Canalejas, el
puerto está a mi espalda. Huele a sal.
Respiro hondo dejando entrar en
los pulmones el compacto aroma de los peces muertos que flotan entres los
barcos amarrados.
El chirriante sonido cambia por
un pitido intermitente, en pocos segundos regresa de nuevo la voz- robot para
indicar que podemos – puedo- cruzar sin peligro.
Mi casa está al otro lado.
No me siento bien. Daría media
vida por estar entre sus brazos, por besar su boca…nunca la he besado.
Cruzo de la mano del silencio,
del vientre del borracho, del pie del inseguro. Cruzo y cruzo sin mirar, sin
ver, sin sentir mi cuerpo.
Estoy en Las Ramblas y acompañada
de las palmeras dejo salir un pensamiento más. A éste lo llamo seguridad.
Llega marcando el paso, es la
lógica, la concordia, la razón. Tiene mi voz, mis ojos, mi cuerpo.
Me paro delante de un escaparte,
ahí está, ahí estoy. Nos miramos de frente, nos contemplamos. Nos sabemos…
No me habla, solo me abraza y
sonríe.
*Rocío Pérez Crespo*
*Derechos reservados*
Precioso relato, Rocío. Su atmósfera es envolvente, se respira la encrucijada de la protagonista, se siente el color y hasta el olor de escenario. Felicidades.
ResponderEliminarUn beso.
Muchas gracias, Ana...un placer tenerte en mi blog...besos.
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