Ahora, cuando la distancia se
hace visible y soy capaz de fijar los kilómetros, me doy cuenta de las pocas
personas que me echan de menos. Decir que no duele, es una mentira. Reprimir
una sola lágrima maldiciendo lo estúpida que soy, un atentado contra mi
dignidad.
Si pudiera vender el silencio que
me rodea, la absoluta certeza que me abruma, posiblemente limitaría la
frecuencia de esos ecos que me llegan cargados de recuerdos, de risas, de para
siempre.
La caducidad de mi propia historia empieza hoy, en el mismo momento
que hago de mi realidad, un espejo donde mirarme, donde proyectar el fino y
delicado rictus de la ironía. Una hermosa máscara que disimula de puertas para
afuera el oscuro halo que me rodea.
Si acaso he llegado a ser
importante para alguien, la omisión y la falta de transparencia han hecho callos
en mi conciencia, convirtiéndome sin darme cuenta, en un incrédula
recalcitrante que no es capaz de ver la franca ternura de una mirada, cuando
esta va dirigida directamente a mi corazón. Escéptica ante la verborrea barata
que radica en los cumplidos rutinarios de aquella persona que no es capaz de verme o que yo creo que no me ve y, que sin embargo, me son tan necesarios como el aire que
respiro.
Supongo que decirme mil veces más
mil que no tengo fe, es una falacia que me invento para no admitir que entre un
mundo entero, solo a ti te necesito, solo por ti rompo el viento y en ti, viajo
a esos espacios donde las mariposas dejan de ser bichos para sucumbir al mágico
estado de los colores. Y, que el camino, escabroso, cargado de árboles
centenarios sin hojas y secos que tapan el horizonte, que oscurecen el cielo;
es mucho más liviano cuando noto tu mano sujetando fuerte mi cintura y esos
labios diciéndome despacio o deprisa, o entre risas, o con el ceño fruncido, o
como sea…eres y serás la leche, la persona que más me irrita, la que me saca de
mis casillas con una facilidad pasmosa y a la que quiero un rato más en mi
vida.
*Rocío Pérez Crespo*
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