¿Cómo te lo digo sin aparentar
frialdad?
Sí, ese día vi caer la gigantesca
piedra sobre el tejado y no hice nada. No me dio la gana. No grité, no alerté. No
sentí pánico. Me quedé sentada, con las piernas cruzadas fumando un cigarro.
Mirando el tremendo agujero, sin importarme un carajo el destrozo que estaba
causando.
Observé como atravesaba una
habitación detrás de otra, llevándose a su paso, recuerdos y momentos de toda
una vida. Los retratos, el piano, el escritorio vestido de lunas de las noches
de mayo. Mis pasos, tus pasos, mis ropas, tu osadía.
Estallaron los cristales del
mirador invadiendo la calle de brillos de agonía, y los viejos versos volaron por los aires
entonando su última melodía. Un canto de sirenas roto, que sonaba a rebeldía.
No sentí nada: ni miedo, ni
zozobra, ni angustia, ni melancolía…
Al final, cuando la piedra no
pudo seguir su camino, reventó la puerta saltando por los aires las astillas de
tu cobardía. El polvo cubrió mi pelo de gris y los anhelos de cenizas. .
Me levanté del viejo banco del
jardín de las delicias, el no importarme nada seguía sacudiendo las venas de mi
dicha, asaltando de paz cada molécula viva.
No giré la cabeza cuando el
sonido del derrumbe azotó el santo silencio de la avenida. Solo despertó en mi alma una preciosa sonrisa
y, note la gravedad actuar cuando pisé tierra firme escrutando como se marchaba
la siniestra nube de la necia rutina.
Una guerra ganada –me dije-. Sí, no me mires así… Fue la mía.
*Rocío Pérez Crespo*
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