No pude sostener la palabra
cuando los pies rozaron el abismo, ni dejar cerradas las llagas que con tanto
mimo había sellado. No quedó cesión ni incuria, solo el espectro que habitaba
en los callejones dormidos de un consciente quemado.
El mismo que empujaba a saltar,
sin pensar en la oscura oquedad, ni tener presente las cien auroras que
cantaban mi nombre.
Me desdoblé en el posterior
segundo de un suspiro, para ser testigo
del liviano descenso de un pétalo de rosa, una ínfima parte de la frágil mujer
que nació conmigo, perdía su blancura, su luz, al chocar con la negra nada
quedando enterrada en lo más profundo.
Desde entonces, la música dejó de
tener ritmo y, el sol de calentar. Todo se tornó huero, como la tinta de la
pluma que ya no rasga ni piel ni pergamino. Oneroso, como las moscas del mes de
septiembre e, insoportablemente impío.
Silencio y soledad…Soledad y
desvarío.
Núbil fue el pétalo desprendido,
pero en él estaba impreso mi espíritu.
*Rocío Pérez Crespo*
Narración intensa. Me ha emocionado, sinceramente, Rocío.
ResponderEliminarSoledad y silencio, aliados unas veces, verdugos otras, pero necesarios casi siempre aunque nos cueste reconocerlo.
Muy bueno.
Un abrazo
Muchas gracias, María José...un placer leer tu comentario.
ResponderEliminarUn beso.