- ¿Qué te apetece? ¿Un café? ¿Una coca-cola?…
- Un café cargado. Gracias.
- Sigues teniendo los mismos gustos.
- No, no sigo teniendo los mismos gustos.
David levanta la mano para llamar
la atención del camarero, reteniendo entre los dedos la sequedad de las
palabras que ha escuchado como contestación.
Los ojos de Belén lo miran con
ausencia, como si estuviera contemplando un punto indeterminado. Camina por sus
facciones como si fuese un conocido desconocido. Alguien que se sabe bien y
que, en estos momentos, le suena a distancias insondables. Un día fue suyo y sintió
una pasión desmesurada. Cada gesto fue
idolatrado, cada palabra recogida y consumida. La forma con que arruga la
frente es la misma, el brillo de sus ojos cuando ríe o ese rictus severo, el
que marca ahora, en este instante, el
bruno de sus pupilas con cierta elevación de la ceja derecha. Señal de estar
molesto por algo. Claro que…Ya no importa. Observa una acentuación en las patas
de gallo.
Lleva puesta la chaqueta que le
regaló en las Navidades de dos mil cinco, siempre le sentó estupenda sobre esos
hombros anchos y elevados. El pantalón le sigue haciendo arruga en las ingles,
aunque parece que ha adquirido un algo más de peso. La misma estampa que la
última vez que lo vio.
Belén sintió la presencia del
camarero por encima de su cabeza, pero no pudo dejar de mirar a David. Escuchó
su voz, contempló su risa espléndida mientras le pedía al mozo las
consumiciones. Sintió asco y rabia ante esa boca llena de dientes blancos. La
eterna inseguridad camuflada en una fachada de seguridades, en un pozo de
apetencias y caprichos que siempre manejó a placer, sin importar a quién jodia
o llevaba directamente a los límites de la locura.
Él y sus circunstancias o, más
bien, él y sus santos derechos de hacer y deshacer lo que le da la real gana.
Traga una saliva espesa
rememorando años pasados. Abriendo cajones cerrados donde guarda con celo el
dolor, la desesperación, la ira. Una factura por cobrar. Enciende un
cigarrillo, el humo se mezcla con el mal sabor de boca, un sabor amargo que
revuelve el estómago; la nicotina no amortigua, destaca, abre las papilas y
absorbe un tiempo rancio que creyó
superado, que le azota la voluntad.
Por unos segundos sus miradas
chocan y quedan inertes, en un espacio vacío, forrado de un silencio espeso.
Su relación empezó como cualquier relación, sin ser ellos mismos. Todo
es euforia, una fiesta envuelta en un tupido velo que oculta la parte real de
los seres humanos, o mejor dicho, solo deja al descubierto la bonanza que nos
impregna. Se ve el brillo, el lazo, el papel de seda, el espumillón, el
confeti, se alimenta esa ilusión que
nace desde las entrañas.
El primer beso le supo a miel, al igual que los dos millones que lo
precedieron.
La verdadera identidad se va
revelando con los días y, aun sabiendo, que hay partes importantes de ese ser
que no gustan, se intenta tapar con una de las miles de frases socorridas para
estos casos.
La cita de Belén era: cada uno es
como es. Y no le faltaba razón al adquirir esa frase como suya, así es y así
será mientras el mundo sea mundo y los humanos tendamos a vivir en pareja. Cada
quién es cada cual, con todas sus taras y sus moralidades. Sin embargo, hay
imperfecciones que son incompatibles tanto con tus defectos como tus virtudes.
Y llegados a este punto, lo mejor es plantearse…
-¿Cómo te va la vida?
Su voz suena lejana, como un
reflejo de algo que se va perdiendo en el espacio. Belén, sonríe, lo hace de
una forma ausente, sin alegría.
No hay palabras que puedan expresar
la tonelada de preguntas que lleva dentro… ¿Por dónde empezar?
Sigue a sus palabras en una
trayectoria carente de empatía, sin forma. Como si de su boca saliera una nube
de humo blanco que se mezcla con el oxigeno y se pierde entre una nada tan absoluta
que no se ve.
El sigue platicando de su vida, de un hijo, de una mujer. Habla y
habla...
Belén se ve arrastrada a una
historia que no le pertenece, su mirada reposa en la cara de David, en su boca,
en esa boca sonriente que escupe letras, palabras, oraciones que van
amalgamando un pasado desconocido.
Mete la mano en el bolsillo
interior de la chaqueta.
Abre la cartera y enseña la
fotografía de un niño rubio en brazos de una mujer morena, se la intuye alta y
esbelta, de facciones recogidas y ojos melancólicos. Es guapa. El niño es la
viva imagen de David.
Los últimos rayos de sol chocan
con la lona azul del toldo alterando el color de la chaqueta. Belén rememora la
noche de reyes cuando le regaló esa prenda. El árbol de Navidad puesto en el
rincón del salón desprendía con sus luces de colores la fragancia del hogar.
Seis meses ahorrando céntimo a céntimo, tan exquisita prenda. Una cena modesta pero llena de complicidad,
el tortel relleno de crema en la mesa de centro, la botella de cava barato fría
y esperando ser descorchada. Su risa, la picardía en sus pupilas, los besos. Todo
hablaba de continuidad, de unión, de permanencia. Planes de futuro, de familia,
que nunca vieron la luz…
¿Cuándo se fue?: viernes 29 de
enero de 2005. Veintitrés días después de regalarle la chaqueta. La hoja del
calendario reposa entre las páginas de una pequeña Biblia que su padre le regaló cuando cumplió
los veinte años, en el evangelio de San Lucas, capitulo quince, versículo del
once al treinta y dos. El hijo prodigo. Siempre fue irónica hasta la saciedad.
La tarde es primaveral aún siendo
diciembre, cercana a otra Navidad despojada de rojos y verdes. No comprende que
hace allí sentada delante de ese hombre, flagelándose una vez más. Trayendo al
presente un pasado que le ha costado olvidar demasiado tiempo. Aunque, empieza
a ser consciente que nada se ha olvidado todavía. Solo sabe que no lo quiere,
es la única seguridad que sostiene en su razón.
Levanta los ojos de la fotografía
que David enseña con orgullo y posa la mirada, pétrea, en el rostro simpático,
como salido de un cuento floreado de hadas y elfos, que tiene delante.
No es odio lo que siente correr
por las venas, es una represión brutal hacia sus apetencias. Levantarse de esa
silla y partirle el alma, hacerle tragar la foto, que por cierto no le interesa
en absoluto, que sintiera un dolor
hondo, oscuro, sin salida. La intensidad de un
sonido asnal que recorra su médula hasta dejarlo sin aliento, vacuo de
toda esperanza El mismo que sintió ella.
Domina la sensación con una
pregunta, una pregunta que se escapa sin darse cuenta. No quiere preguntar, no
quiere saber, no quiere…pero, tiene que saberlo
- ¿Cuánto tiempo hace que te
casaste?
Se ha puesto nervioso, la sonrisa
ha quedado camuflada en un rictus que conoce bien, ha dudado. Juega con el asa de la taza de
café y su mirada se ha desviado. Ya no sostiene la mirada con esa osadía, deposita sus ojos entre el plato y la mesa
metálica.
- Siete años.
El tiempo que hace que cerró la
puerta de casa sin decir nada. Siete años, de los cuales, los primeros cinco
fueron una angustia y un martirio. Una espera sin espera. Cinco años
preguntándose dónde estaría, qué había
pasado, por qué su teléfono estaba
apagado, y el de su familia, muerto como los colores del cielo que los cubre. Años
de recorrer hospitales, de visitar algún que otro cementerio en busca de una
pista que le aportase un algo de paz.
Belén se lleva la taza a los
labios, no bebe, solo huele el café. La tercera pregunta pugna por salir, por
ver la luz del sol, pero aparece en su voz muda, desnuda de todo significado.
David carraspea, se limpia la
garganta de una verdad que ha caído en medio de los dos como una pared
kilométrica, que no deja pasar un rayo de luz. Alta, dura, tremendamente
gruesa.
Bebe un sorbo largo de su
consumición y se enciende un cigarro. La primera calada le llega directamente
al ombligo, pero no disuelve la sensación de incomodidad e intenta recuperar la
compostura, el semblante, la cercanía de chico seguro con el que ha llegado. La
pregunta sale de los labios de David mezclada con el activo pegajoso de un
filtro que huele a rancio.
- ¿Te acuerdas que frase me
decías cuando hacíamos el amor?
Belén esboza una sonrisa
despojada de sentimientos. Lo recuerda con una claridad meridiana pero no está
dispuesta a que esas palabras salgan de su boca.
- No, no las recuerdo.
- Me decías: Nací para besarte.
- Chorradas…
Vuelve a sentirse molesto, sus
ojos la miran incesantes con una oscuridad que impregna el tiempo. Todo se
para. El vuelo de las palomas, el aire meciendo a los árboles, la ceniza en el
cigarrillo.
Belén le sostiene la mirada
dándose cuenta que ya no rompe sus esquemas. Puede mirar como le de la gana, a
ella no le supone absolutamente ningún malestar, no le crea dudas, ni temores.
Se da cuenta, por primera vez en siete años, que el hombre que tiene delante es
un payaso sin gracia ni personalidad. No es odio lo que hace que lo vea así, ni tan siquiera cumplir
una venganza jurada ante Dios. No. No es nada de eso, es simplemente mirar lo
que tiene delante. David se presenta ante sus ojos sin un atisbo de amor y, con
esa garantía, ella está salvada.
Una imagen se instala en su
cabeza, los dos en la cama, en esos juegos donde los cuerpos se enlazan
formando un nudo cargado de complicidad, su voz diciendo esas palabras: nací
para besarte, sintiéndolas en lo profundo de su alma. Sus ojos perdidos en el
orgasmo, en su pecho, en su pubis, en la piel caliente, sudada. Pasión, amor,
dulzura, caos…plenitud.
Sin embargo, ahora, es un
autentico desconocido. No llega a imaginárselo ni en la cercanía de un beso
dado en la mejilla. Asume, con un malestar latente, que le hubiera regalado la
vida si la hubiese necesitado y por alguna extraña razón, al ser que tiene a su
lado, el que comparte su existencia; ese
que la lleva en bandeja de oro, que la hace sentir la reina de su mundo, a ese,
no es capaz ni tan siquiera de decirle te quiero. Algo injusto e imperdonable.
Quiere a Miguel, lo quiere por
encima de todo, con rabia, con poder, con ternura, con la fuerza de los siete
vientos. Pero el pasado, su dolor, su angustia ante la vulnerabilidad de su
existencia le impide decir palabras hermosas. El verbo amar es muy grande para
ser pronunciado aun sintiéndolo. Es su escudo, su protección. Es miedo, lo
sabe. Como se da cuenta que se ha vestido ordenadamente, se ha maquillado con
esmero y casi ha corrido por las calles para ver de nuevo al ser que tiene
delante, con el único fin de presentarse
como una mujer sin marcas ni huellas.
Belén espera haberlo conseguido y,
que quede solo para ella todas las heridas que David dejo impresas en alguna
zona que no atina a encontrar y que laten a día de hoy con aviso y prevención,
pagando justos por injustos una decisión, un acto, una huida hacia ninguna
parte.
Echa de menos a Miguel, palpa la
ansiedad de la ausencia mientras escruta las formas de David, como se esconde
detrás de esa fachada de hombre encantador, cuando lo habita un ser sin
escrúpulos que solo mira su bienestar sin importarle un ápice lo que va dejando
en el camino. Lo conoce. Lo conoce ahora mejor que nunca.
Despeja sus pensamientos y
regresa a la voz de David, a esa historia que sin interesarle le va abriendo el
baúl de los tres millones de preguntas. Sin abrir la boca, sin hacer que
parezca un prosaico interrogatorio, todo se está desvelando.
Casado con quien creía ser la
mujer de su vida un mes después de abandonarla, unos cuernos de dos años, un
hijo rubio y lleno de vitalidad que es la ilusión de sus días, una hipoteca que
lo ahoga hasta dejarlo sin sueños, un cambio de ciudad con la esperanza de
retomar lo que nunca tuvo lógica, un mal trabajo después de un año de paro, en vías de divorcio por…
- David, tengo que irme, es
tarde.
Lo ha dicho sin pensar cortando
la verborrea de David, le cuesta estar allí, necesita abrazar a Miguel e
intentar que de su boca salgan esas palabras que tanto retiene.
Miguel…
El hombre que la salvó de las
garras de la desesperanza con una paciencia desmesurada. Que le dio color a sus
mañanas pintando en sus paredes los cien tonos de verde y, una calidez soberbia
a sus noches. Miguel…
Belén sonríe ante la imagen en su
cabeza, los ojos verdes, el pelo rizado y la mancha que tiene en la ingle y,
que Miguel cuenta que fue un mal antojo de su madre en el sexto mes de
embarazo. Una tarta de fresas que su padre se negó a comprar al filo de las
cinco de la madrugada de una noche donde la nieve llegaba al alféizar de la
ventana de la casa, en aquel pueblecito de Logroño donde la familia se vio
destinada por el trabajo del padre.
Adora besar esa mancha y perderse
por su historia. Imaginarlo de cigoto, de niño, de adolescente, en plena
juventud. El camino recorrido hasta hacerse el hombre que es hoy, el
maravilloso hombre que es hoy.
Lo añora con unas ganas
increíbles.
- Me voy.
- Es temprano, ¿no te puedes
quedar un ratito?
- Lo siento, David, no puedo.
David se levanta dos segundos
después de hacerlo Belén. La mira de arriba abajo, piensa que está preciosa,
que los años la han tratado estupendamente bien. Sigue guapa, hermosa, llena de
vida y, no ha perdido su especial encanto.
Tiene ganas de besarla, de
rodearla con sus brazos y volver a sentir aquel olor a limón y canela. La suave
caricia de sus labios y, la risa franca cuando le hacia cosquillas en el
cuello.
Nunca se pudo resistir a eso.
Belén extiende su mano a modo de
despedida. No hay acercamiento, todo es distante, frío, sin un atisbo de
calidez.
La noche se ha tragado con sus
enormes fauces a una tarde tibia sin color. Una luna perezosa ha declarado su
derecho iluminando con su blancura el bruno del firmamento.
No hay estrellas en la inmensidad
de la nada, solo pequeñas luces platas que indican el camino del errante.
La cita, el propósito, la
enmienda, han quedado reducidas a una perorata sin fuste ni careo donde una
mujer muda ha escuchado la plática absurda de un absurdo hombre.
- Por lo menos, ¿tengo tu perdón?
Belén lo mira, en sus ojos solo
hay ambigüedad. Nada que se pueda interpretar con claridad.
Retira su mano. La despedida ya
ha durado demasiado tiempo.
Sin decir ni media palabra se da
la vuelta y emprende su marcha dejando a David, de pie, entre la mesa y la
silla cubierto de una espesa soledad.
La ve alejarse, sus pasos firmes
resuenan en la acera. Los hombros erguidos, la melena suelta, la capa de
fieltro granate bailando al compás de sus de pasos. Solo ve su espalda, la
silueta perdiéndose entre un mar de gentes que van y vienen, que se cruzan, que
sortean, que adelantan, que se atrasan.
Siente un vacío inmenso cuando
pone rumbo a casa, a esa casa desprovista de entendimiento, de ternura, de
amor…
Rocío Pérez Crespo
Derechos reservados
Lienzo de Andre Khon
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